"La palabra, una vez escrita, vuela y no torna" - Quinto Horacio Flaco

jueves, 24 de noviembre de 2011

En esto creo

Hoy es mi cumpleaños. He pedido a mis papás que no compren pastel ni nada que contenga más grasa de la que nuestro aparato digestivo está preparado para recibir. No me gustan los pasteles. En realidad, a ningún miembro de mi familia le gustan. Luego de las Mañanitas, de la vela que se resiste –dos, tres soplidos, ahora entiendo un poco más la heroica y ardua labor de los bomberos: yo pensaba que el fuego se encendía y se apagaba según medidas, pero no es verdad, el fuego es tan violento como un “no” o un “te amo”, cuatro soplidos, me da la extraña impresión de que la llama crece, cinco soplidos, al fin se extingue la vela y de golpe el comedor queda en penumbras, aunque sólo por un segundo: justo lo que tarda la mano de mi mamá en alcanzar el interruptor–; luego de los deseos y de una segunda ronda de las Mañanitas, el pastel apenas mutilado es devuelto al refrigerador. Allí permanece unos días hasta que las mismas manos inclementes de mi mamá lo arrancan de su guarida y lo arrojan al bote. No quiero que este año se repita la escena. Hay una tristeza insondable en la imagen de un pastel que se hunde lentamente entre los desperdicios. Es como ver llorar a un payaso.

A excepción del detalle del pastel, mi cumpleaños no transcurrirá de manera diversa a los anteriores. Suelo festejarlos con modestia, casi con timidez, como si no me creyera digno de ellos. Acepto los abrazos y esgrimo una sonrisa sincera a quien me los ofrece, pero a las sonrisas les sigue una sensación incómoda. No siento nada. Ésa es la verdad. No siento la alegría que me auguran las tarjetas de felicitación o la nostalgia que ataca a algunas personas. Nada, nada.

A menudo culpo de esto a mi educación estrictamente católica. Sospecho que los sacerdotes atrofiaron mi sistema nervioso. Si alguien me preguntara por mi infancia, no sabría qué contestar: fue un delirio de sermones sobre la malignidad del cuerpo, hostias que se reblandecían en el paladar, el incienso clavado en las fosas nasales, quintomandamientonomatarás. (Mi palabra favorita es y ha sido “concupiscencia”: el término más lúcido y realista que maneja la doctrina cristiana). Por lo mismo no me fío de los calendarios, con sus casillas, sus santos y sus fiestas de guardar. Gran parte del autoritarismo religioso se transmitió a nuestro cálculo del tiempo. Al menos yo lo considero así. ¿Qué son las semanas y los meses si no un rosario que desgranamos con paciencia y devoción? Una letanía, una penitencia por quién sabe qué pecado cometido. Ése es el tiempo que chilla en lo calendarios. No comprendo por qué nuestros días se ciñen a un orden tan aburrido: martes uno, y después del martes uno el miércoles dos y el jueves tres. Sería mejor seguir la sucesión de Fibonacci: dos, tres, cinco, ocho… Si la naturaleza respeta este patrón, ¿por qué no lo hacemos nosotros?

Mi calendario no es una cuadrícula y doce planas, tampoco es un presente efímero como pretendía Agustín o un advenir siendo sido como reza San Heidegger. No niego que sus intuiciones sean justas y que merezcan mi aprobación: es cierto que los tres tiempos son reducibles a uno y que en el “ahora” está cifrado tanto el pasado como el futuro de la humanidad. Quién se atrevería a negarlo. Lo que digo es que uno no vive enredado en el tiempo. Nos resulta inevitable clasificar las cosas, poner unas a nuestras espaldas, otras delante y otras más a nuestro costado. Mi calendario es un largo collar de recuerdos. Ignoro si estos recuerdos respetan una secuencia cronológica o si se apiñan según un criterio menos obvio. A lo mejor el criterio último es el grado de dolor que me producen. De cualquier modo, esta noción de tiempo me parece más liberadora. Yo no soy más que una memoria que rescata de la nada –nada, nada– palabras y acciones ya agotadas por mí o por alguien más; pero este rescatar no es una mera repetición, sino un interpretar creativo: la palabra vuelve a ser pronunciada (una y otra vez hasta el hartazgo) y la acción vuelve a ser ejecutada (una y otra vez hasta la esterilidad). Nuestra vida cambia en cada evocación; nuestra vida que no se deja pensar sino ambiguamente. ¿Qué he vivido? La pregunta me atormenta. Desposeído de toda objetividad, mi pasado se torna una escultura sin facciones, dañados los miembros por el implacable cincel de mi memoria.
En este punto de la reflexión me viene a la mente la imagen de un pastel que se hunde entre muchos desperdicios. Es como ver llorar a un payaso. ¿Por qué no puedo tener aquello que me está más cercano y que en todo caso soy yo mismo?

“¿Ni siquiera un pastel de frutas? Contiene menos grasa.”

“No, papá. Esta vez no quiero ningún pastel.”

Pero sí quiero la vela: estoy dispuesto a soplar cinco veces con tal de experimentar ese segundo de intensa oscuridad, en que no hay mundo, sólo un “yo” de contornos difuminados y un deseo vibrándome en la boca.

Hoy es mi cumpleaños. No sé qué cumplo o qué se cumple. Sólo sé que hoy se suma una cuenta al collar.

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