"La palabra, una vez escrita, vuela y no torna" - Quinto Horacio Flaco

sábado, 28 de febrero de 2009

Simbolismo



¿Detectan los simbolismos en cada fotografía?






sábado, 14 de febrero de 2009

Las lupercales

A mí qué con los mártires cristianos. Yo no voy a ir a rendirle honores a San Valentín. Prefiero la usanza antigua: las lupercales. Apuesto que eso de sacrificar animales untado de sangre y desnudo resulta mucho más afrodisíaco que las chocolatinas con forma de corazón.

viernes, 6 de febrero de 2009

Descubrí que estoy enamorado


Me gusta México. No sé por qué, pero me gusta. Me gusta cómo se desafían el Popocatépetl y el Castillo de Chapultepec, me gustan las ruinas que salpican la ciudad entera y con las que te das de bruces en los lugares más inesperados: en un parque, al doblar en una avenida, al interior de un templo... Me agradan las sombras largas que extienden las multitudes, y hasta noto una clave de glamour en el insaciable trajinar de sus moradores. Me gusta su historia y el semblante que adquiere cada amanecer, cuando las nubes negras acechan el cielo y la luna (como una cuña opaca) se cuelga de las alturas. En esas fúnebres horas un velo lavanda recubre cada contorno y cada forma de esta ciudad; al amanecer, si alzas la cabeza, la silueta de una cadena de montañas inunda tus ojos. Ahí se yerguen recortadas contra un fondo opalino, y sus sinuosidades y redondeces se advierten nítidas al amanecer. Y me gusta aquel paisaje. Admiro, además, el estoicismo de mis conciudadanos, su modo tan grácil de no vivir, sino de sufrir la vida. O, lo que es mejor: su modo hábil de imaginarse una vida. Una suerte de magia cautiva explota a dondequiera que voy. Hay magia en las calles, cuando el tráfico y las imprecaciones rasgan mis nervios y una nueva sociedad aquiere forma: una sociedad de coches, con sus modales, su totem y su tabú. Hay magia también en las comidas, cuando las familias se reúnen y los ingredientes se reúnen y las palabras se apeñuscan entre los dientes y uno se mancha de mole con un chasquido metálico y un gesto de profundo desdén.

Me encanta hacerlas de transeúnte por una avenida como Insurgentes. Me siento casual. Siento, de pronto, que mis pasos (y el eco de mis pasos) dotan de voz a las aceras. Las veces que tomo un taxi y veo desde la ventanilla del asiento trasero cómo los edificios y las construcciones se suceden en rapidísima secuencia, mi corazón se sobrecoge. Pues aquellos edificios, o casas, o simples estructuras son como los ojos de México. Y los miro y ellos me miran.

Encuentro fascinante a las personas de aquí. Uno puede salir diario a la misma calle, a la misma hora, y estar seguro de que se topará con muchos rostros nuevos y desconocidos. O uno puede salir diario a pasear y, aun luego de varias décadas, descubrir que no conoce ni un ápice de esta urbe. Siempre hay rincones que antes no había visto y que me asombran, siempre hay algo por visitar, siempre hay un paraje que antes no había pisado. Incluso hallo místico el trato impersonal de los burócratas. Hoy, a la mujer del pasaporte, estuve a punto de preguntarle si no, por mera casualidad, era la misma que había tramitado mi licencia. No advertí ninguna diferencia, ni siquiera anatómica, entre las dos mujeres.

Tal vez me gusta México porque se mueve. Porque es como una novela sin completar, repleta de simbolismos, oxímoros, metáforas y un sinfín de figuras retóricas, personajes y sucesos. Y a mí eso de las metáforas y de la técnica literaria me sienta bien.

Escucho con frecuencia a amigos que se quejan, que hieren a esta ciudad con sus críticas. Que renuncian (o dicen renunciar) a la vida en esta región. Les amago una sonrisa, pero luego de la sonrisa pienso que son unos desalmados. ¿Cómo abandonar a esta ciudad amante? ¿Con qué corazón? ¿Con qué agallas? Si hay conflictos, hay que buscar y ejecutar soluciones. Uno escapa sólo cuando está preso o alienado. Y esta ciudad hace tiempo que perdió las fuerzas para apresar o alienar; esta ciudad ya sólo convalece.

El aire de aquí es distinto. Posee el aroma dulzón y rancio de las épocas mejores y de la nostalgia. Un aroma que se mete a los huesos, se aloja y no se va. Este aire meditabundo es como el alma de México, o su aliento, que te golpea el rostro al atardecer y que a menudo, en días invernizos, suelta su vaho celeste.

Ya ven, para mí la ciudad vive. Nos hemos besado en más de una ocasión, lo juro, y le brindo mis caricias como un esposo dócil. Con frecuencia somos cómplices, o mejores amigos, o compañeros de desgracias y de lloro. A veces, en las bocinas de los automóviles, creo escuchar sus carcajadas. Y no sé si se ríe de mí, de nosotros o de nervios.

Incluso ahora, que estoy por salir y entregarme a la noche capitalina, experimento el indescifrable placer de ser uno más en este crucigrama urbano.

Me gusta México. No se por qué, pero me gusta. Simplemente ahorita sé que estoy enamorado.

Y, como en todo enamorado, se rebullen en mí los celos y las compulsiones.

México me gusta.
Quizá porque México (a diferencia de una ciudad europea, de una ciudad yanqui o de cualquier otro sitio) tiene una característica única: México es mi hogar. Sus brazos me acunaron y en sus brazos quiero desfallecer. Qué más da si muero desilusionado o contento. Eso qué importa. Mi solo temor es que a México le dé por expirar antes. Entonces sí que lo lamentaría. Entonces sí que no soportaría ni el luto ni la viudez.