"La palabra, una vez escrita, vuela y no torna" - Quinto Horacio Flaco

jueves, 29 de abril de 2010

Esquites

Ayer leí el Popol Vuh, comí esquites y, luego, recité (de pie y con voz estentórea) el Cantar de las mujeres, de Aquiauhtzin de Ayapanco. Sigo creyendo que los diminutivos de este poema no deben considerarse una especie de provocación a Axayacatzin o un gesto de ternura (al estilo de Las mil y una noches). Por el contrario, el diminutivo en náhuatl tenía una función reverencial. Bajo este criterio, el cantar deja de ser revoltoso para volverse extremadamente sumiso. Este respeto profundo hacia Axayácatl no es extraño, tomando en cuenta que para entonces los de Ayapanco estaban bajo el sometimiento azteca y que el poema se cantó en el palacio mismo del tlatoani. "Pequeño Axayácatl" debió traducirse como "señor Axayácatl" o "gran Axayácatl", si es que mi concepción de los diminutivos es atinada.

Ah, ese León-Portilla travieso.

martes, 27 de abril de 2010

Hay quienes

Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros.

Jorge Luis Borges

viernes, 16 de abril de 2010

Viejo y cansado

Jamás, hasta esa noche, había pensado en la posibilidad de que la luna fuese un "él" en vez de un "ella".
Le tomé la mano y juntos contemplamos el paisaje negro del parabrisas: el cielo se había vuelto un telón de oscuridad. No brillaban las estrellas, no había luz ni vida en aquel páramo. Las penumbras se sucedían unas a otras, uniéndose y desuniéndose en moratones que te robaban el fulgor de los ojos. Los árboles se diluyeron en las jardineras, se desdibujó mi cara, el coche, el piso. Un como miasma descendió y se tragó las formas, sustituyéndolas por sombras líquidas que nos rodeaban más y más a cada minuto; las supe cerca, ciñéndome por todos lados. Y el mundo se empequeñeció. Y ya no había estacionamiento ni gente ni ciudad. Estaba tan sólo ese cuadro infranqueable de tinieblas, con sus miles de filos hincándoseme en la piel.
Le apreté más la mano, para no sentirme solo. La suya, sin embargo, era una mano muda. No me respondió las caricias; calló cuando le besé el dorso. Permaneció impasible tras cada uno de mis roces. Y me pregunté de súbito si aquello era real. Esa mano glacial como de cadáver, ese auto inasible, ese negror que me asfixiaba.
La noche se me antojó una plegaria que alguien recitaba a murmullos. Me pareció un conjuro que estaba a punto de romperse.
Entonces ocurrió lo que jamás había pensado.
En las alturas, la oscuridad empezó a retroceder y a tropezarse con las nubes. Sopló una ráfaga de viento, y en el centro del parabrisas, pero muy allá, incalcanzable, se materializó la luna. Era una luna redonda y de color dorado. Grande y llorosa, como si se hubiese asomado de su buhardilla sólo para constatar lo ya constatado mil veces.
De su superficie salieron rayos, y a mí se me ocurrieron que eran lágrimas de tristeza. Que las lágrimas de la luna son así: hebras de luz que parten la atmósfera y que se derraman sobre los objetos, devolviendo el perímetro y las aristas a los rostros de las personas. El estacionamiento resurgió, alumbrado apenas por aquel foco mortecino. Era, no obstante, un paisaje hecho como de muchos pedazos. No era el mismo estacionamiento, ni el mismo coche, ni la misma ciudad.
Volteé a ver su mano.
Tampoco era la misma.
--En alemán, la luna es un sustantivo masculino.
Dijo de repente, y su voz vino a quebrarse contra mis oídos.
Barajé varias repuestas en mi cabeza, pero no logré decidirme por ninguna.
Ambos nos hundimos en el silencio. Y al cabo la oscuridad volvió a cerrarse, se esfumó la luna, dominaron las tinieblas.
Me separé lentamente de su mano. Hubiera querido llorar, como la luna. Traté de llorar, de yo también lanzar mis rayos sobre las cosas. Llorar y que mi llanto me sacudiese el corazón y me exprimiera de una buena vez todas aquellas emociones que lo traían muy húmedo.
Las lágrimas se equivocaron; no llegaron a los ojos, sino que se me subieron hasta la boca y allí, con su sabor salado en la lengua, me obligaron a sonreír.
De vuelta en casa, deshice la maleta y me contemplé en el espejo. La sonrisa todavía no se me apagaba. Me flotaba ahí, a la altura de los labios. La noté sin siquiera encender la lámpara; me bastó el rayo de luz que se filtró por las cortinas.
La luna, allá afuera, se había vuelto a asomar. Se me figuró un hombre viejo y cansado.