"La palabra, una vez escrita, vuela y no torna" - Quinto Horacio Flaco

martes, 24 de noviembre de 2009

Nueve y diez

Caminaron uno al lado del otro. Sin prisas. Era un día soleado, y apenas había vestigios de la neblina del lunes por las calles de Roma. Santa Maria in Trastevere, más callada que nunca, los vio pasar delante de ella, y luego se perdieron por un callejón sin nombre.

En Villa Farnesina se besaron, porque no sabían qué más hacer. Porque ninguno de los dos encontraba la palabra justa.

Se sentaron allí, en El Vaticano, viendo a la cúpula. Y allí, ante la cúpula, se tomaron una foto. Para recordarse, para no perderse. Para ser siempre, siempre, dos extraños en un país extraño.

Continuaron, uno al lado del otro, hasta Parco Borghese. Se detuvieron en medio del parque, entre gente que corría, entre parejas que se fundían, entre hierba, troncos, suspiros. Se besaron. Porque no sabían qué más hacer. Y al beso le siguió un abrazo y al abrazo otro beso. Porque no sabían qué más hacer.

Visitaron Villa Giulia, caminando juntos y en silencio. Después tomaron un autobús.

En el restaurante de comida mexicana él le habló de la vida. A ella se le nubló la mirada; estaba a punto de llorar. Él prosiguió, y pensó por un momento que no sería capaz de contener las lágrimas.

Ella compró un helado. Él no quiso probar.

Ya había anochecido, y en vez de sol había una luna pequeña, y bajo la luna un Colosseo que estaba más callado que nunca.

Se besaron. Fueron de Stazione Termini a Piazza Repubblica, y se besaron. Estudiaron la fuente sin decirse nada. Y cuando llegó la hora de despedirse, sólo atinaron a agradecerse, a jurarse cosas, a mentirse. Prometieron verse pronto.

Muy pronto.

En sólo cuatro meses.

No sabían qué más hacer.

Cuando llegó la hora de partir, se volvieron a besar. Pero esta vez era el último beso; de modo que sus labios permanecieron unidos más tiempo de lo normal. Más tiempo del conveniente.

Y se despegaron, y de inmediato dieron la media vuelta. Ella se dirigió al tren; él, a Piazza Cinquecento. Ninguno quería volver la vista atrás... Pero ninguno aguantó la tentación. Ambos se voltearon y se observaron de lejos. Alzaron la mano, la ondearon. Finalmente aquél era el adiós. Habían lanzado el primer "ciao" algunos meses atrás. Y éste era el adiós.

Ella se subió a un tren que estaba por partir y él a un autobús que lo llevaría de regreso a una existencia que ya no podía ser suya.

Llevaba una libreta en blanco en la mano izquierda.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Patatrac

Ayer, en Orvieto, vi a una señora que paseaba a un pato. El pato iba atado a una correa y caminaba nervioso al lado de la mujer. A veces la rebasaba, a veces se detenía y obligaba a la señora a esperarlo. Graznó cuando pasé junto a él y mis zapatos se hundieron en la hoja seca. Hubo un crac crac, tanto del pato como de la broza.
Crac.
Crac.
Me dolió la cabeza el resto de la tarde.