"La palabra, una vez escrita, vuela y no torna" - Quinto Horacio Flaco

viernes, 20 de marzo de 2009

CERRADO POR DERRIBO
(A falta de lectores, comentarios,
razón de ser, interés
y estado anímico del que suscribe)

domingo, 15 de marzo de 2009

Los buenos viejos tiempos

En La misteriosa llama de la reina Loana, Umberto Eco cuenta una anécdota, que no sé si sea ficticia o real, pero que me puso a pensar un par de días. Eco escribe que cuando la gente va a su casa y visita su biblioteca personal de más de diez mil libros, suele preguntar: "¿y los has leído todos?". A lo que él responde: "¿acaso tú guardas las latas de carne vacías? Claro que no he leído estos libros; yo dono los libros que ya leí. Estos diez mil son los que tengo por leer".
Borges, por su parte, aseguró alguna vez que no soportaba ver a los libros impávidos en su librero. Luego de algunos meses los sacaba de su lugar, extraía unas tijeras y comenzaba a cortarlos. Lo que fuera, pero que sufrieran un cambio, que algo les pasara.
Supongo que ambos tienen razón. No hay nada más triste que un libro agonizando en el estante: ya sea un libro que se leyó y al que jamás se regresará, o un libro que nunca ha sido abierto y que por culpa de un título desafortunado (o un lector desdeñoso) jamás será profanado.
Supongo que ambos tienen razón.
A veces me da por pararme delante del librero de mi casa y pasear mi mirada por los lomos. Me encuentro con libros conocidos, viejos cómplices, que me hacen evocar pensamientos ya olvidados, emociones ya perdidas. A veces, sin embargo, me doy de bruces con textos que nunca antes había visto. Libros tímidos que se enciman unos sobre otros, tan ignorados y tan infectados de polvo. Así hallé, por ejemplo, una extraña compilación de cuentos mexicanos, o una edición vetusta de Cambio de piel.
Ayer, repitiendo el acto de sostenerme en pie delante de los anaqueles, encontré, en una esquina inferior, novelas que hacía mucho, muchísimo, no se me venían a la cabeza. Mis ojos repasaron los títulos y, conforme los repasaban, iban desfilando en mi imaginación los castillos, los barcos, los piratas y las brujas que aún deben habitar las páginas de esos libros. Fue un desfile del pasado. Aquellas novelas constituyeron mi infancia. No hubo ni caricaturas ni fútbol en el parque ni gritos destemplados para mí. Estuvo, en cambio, el héroe de La espada de la verdad, con quien sufrí cuando se enamoró de una hechicera y la hechicera se enamoró de él. Pero, según el autor, una hechicera mata a un hombre si lo besa: las hechiceras, en esta saga, son una especie de viudas negras, que sólo se relacionan con los hombres para perpetuar su estirpe; y los hombres mueren, pues en el orgasmo (caray, qué literatura para un niño) la hechicera deja de controlar su poder y lo libera. El varón no aguanta la descarga y cae fulminado. Ah, qué tragedia la de los protagonistas de La espada de la verdad. Sólo hasta el tercer libro se besan, y es entonces cuando el escritor lanza una rebuscada explicación sobre cómo el amor sirvió de antídoto... En fin. También vi en el librero El fuego de la bruja. Estaba, al lado, El pirata Garrapata. Y luego seguían Los cuatro amigos de siempre, Un agujero en la alambrada, Amor: el diario de Daniel, Un montón de nadas, El caballero de la armadura oxidada, Momo, Fray Perico y su borrico, Danko, Las ballenas cautivas, El rey pequeño y gordito, El gran mago Sirasfi, Frankenstein, Estudio en escarlata, Pygmalion, y más allá El Señor de los Anillos, El Hobbit, El Silmarilion, y en seguida los siete volúmenes de Harry Potter. Number the stars, Speak, Un fantasma en la casa (¡ése recuerdo que me encantó!), El lazarillo de Tormes. Ah, claro, The prince and the pauper y Tom Sawyer. Las montañas blancas (un mal librillo de ciencia ficción: mi primera decepción literaria y la razón por la que siento una aversión hacia el género de Asimov), Un capitán de quince años, Viaje a la luna... Más otros que ya no me acuerdo y una docena de esos libritos ingeniosos que te permitían elegir tu camino y saltarte las páginas. (Mi tía, casi cada semana, me regala uno)...
Ayer casi lloro de la nostalgia al enfrentarme con todos esos recuerdos. Y es cuando pienso que Eco y Borges se equivocan: los libros no están allí, muriendo en el librero; los libros están allí, en el librero, capturando mi vida y dándole un sentido. Nunca quiero deshacerme de ellos, porque en ellos está cifrada mi niñez y en ellos se ocultan los motivos de mi personalidad. Les he cogido cariño y forman ya parte entrañable de mí. Con La señora más mala del mundo me reía como loco; ese libro lo leí al menos unas diez veces y creo que determinó mi humor: un humor medio negro y cruel, y hasta imprudente. Con Speak aprendí a ser taciturno. Con El diario de Daniel me dio por desconfiar del amor (por eso ahora lo vivo con reservas). Con El retrato de Dorian Gray, Drácula y los cuentos de Horacio Quiroga adquirí mi gusto por lo grotesco, por las tinieblas, por la muerte... Y así se extiende la lista. Me criaron las letras: eso quiere decir que recibí todo tipo de influencias contradictorias... A ellas las culpo.