"La palabra, una vez escrita, vuela y no torna" - Quinto Horacio Flaco

domingo, 23 de agosto de 2009

De profundis

Primer acto. Balcón. Tercer piso. Diez de la noche. Un hombre se abraza a una mujer y la mujer, angustiosa, le devuelve el apretón. Se aferran con más fuerza de la necesaria, como si tuvieran miedo de perderse. Él mira al cielo; hay pocas estrellas. Ella cierra los ojos.

Él: No me conozco. No soy yo el que está aquí, haciendo esto.
Ella: Quizás aquí estás descubriéndote. Podrías correr desnudo y nadie se enteraría. Quizás aquí, ahora, conmigo, en Florencia, por fin estás aprendiendo quién eres.
Él: No sé. A lo mejor tienes razón. A lo mejor un día de estos corro desnudo por Santa Croce.

Segundo acto. Interior de una habitación en penumbras. Una de la mañana. No se escucha más que el zumbido del ventilador eléctrico y la respiración tenue, muy tenue, del hombre y de la mujer.

Ella: No sé qué puedo ofrecerte.
Él: Yo tampoco... Alojamiento, ya tengo. Comida, no es problema...
Ella: Ah, pues una visa.
Él: Ah, pues una visa.
Ella: Cásate conmigo y obtienes la visa alemana, es de las mejores. Nunca tienes problemas para viajar.
Él: Y ya con la visa me puedo quedar aquí.
Ella: Y vamos a tu país unas cuantas veces al año. Y nos mudamos a Munich, o París. Me están ofreciendo trabajo en París... O España.
Él: De acuerdo. Acepto todo.
Ella: De acuerdo.
Dejan de hablar unos segundos. El zumbido del ventilador. Las respiraciones. Rompen a reír y luego se abrazan. Es hora de dormir.
Él: Tengo hambre.
Ella: ¿Tienes hambre? ¿En serio?
Él: Sí, en serio.
Ella: Pues vamos, vamos a la cocina.
Él: Está muy lejos...
Ella: Vamos. Ahí está la pizza que no quisiste cenar. Vamos... Vamos.

Tercer acto. Estudio. Siete de la mañana.

Ella: Perdón, perdón. Estoy lista en unos minutos.
Él: No importa. ¿Puedo ver tus libros?
Ella: Sí, sí...
Y se marcha. Él selecciona, de entre muchos títulos en alemán, uno en inglés. Es de Oscar Wilde. Lo hojea y le brinca de inmediato un título: De profundis. Piensa en pedirlo prestado, pero luego recapacita y decide que no. Que él nada quiere saber de prisiones.

sábado, 8 de agosto de 2009

La noche soleada

Primer acto. Firenze, Italia. Dos de la madrugada. Es de noche, pero el Palazzo Vecchio y la Loggia dei Lanzi están iluminados. La Piazza della Signoria está desierta, apenas sopla un viento fresco, que contrasta con el calor engorroso de la tarde. Dos personas caminan hasta el aparcamiento de bicicletas. Una mujer alta, de falda y camisa azules. Un joven indeciso, de mezclilla y camisa verde a cuadros. Sus pisadas levantan un eco que el silencio enseguida engulle.

Ella: Mi casa no queda lejos. Diez, quince minutos.
Él: ¿Vas a poder manejar?
Ella: Sí, soy fuerte. Siéntate aquí. No, mejor de lado. Así está bien. ¿No vas incomódo?
Él: Sí, voy incómodo, pero lo puedo soportar por diez, quince minutos.
Ella: Entonces vamos.
Él: ¿Segura que puedes con los dos?
Ella: Sí, se siente raro, pero sí puedo. Dime si te cansas y quieres que me detenga.
Él: Yo te aviso.
Ella: Creo que tienes tu mano sobre los cables del freno.
Él: Sí, es verdad, perdón.
Ella: Ya, está mejor. Por cierto, qué bueno es andar de noche, no hay nada de tráfico.
Él: Lo sé. Me gustaría que en México fuera así, que pudiera agarrar mi bicicleta y llegar a cualquier lado en unos minutos.
Ella: Pega tu cara a la mía. Se siente muy bien.

Segundo acto. Interior de un elevador pequeñísimo.

Él: ¿Qué me ves?
Ella: Nada, me gusta mirar. Me encanta tu sonrisa.
Él: Gracias, Bach. ¿Bach como el músico?
Ella: Sí, como el músico, pero no es la misma familia. Mañana, por cierto, voy ir a ver a mis padres, a Munich.
Él: Me gusta Munich.
Ella: Pues acompáñame.
Él: No puedo, voy a Assisi. ¿Por qué me sigues viendo?
Ella: Porque me encanta tu sonrisa.

Tercer acto. Interior de un baño, en la regadera.

Él: No planeaba terminar aquí, así.
Ella: Lo sé. Las cosas pasan.
Él: Es la segunda vez que me baño con una mujer.
Ella: Es algo muy agradable, ¿no? Algo muy íntimo, como de novios.

Cuarto acto. Cocina.

Ella: ¿Agua?
Él: Un poco.
Ella: ¿Así?
Él: Así está bien.
No le agrada el agua con gas, pero no dice nada, sólo bebe despacio. En una silla está colgada una toalla y un bikini: la toalla y el bikini que ella usó ayer para ir a la piscina. Se le encrespa la piel, y ella, como leyendo sus pensamientos, lo abraza desde la espalda.
Él: ¿Qué hora es?
Ella: Casi las cuatro.
Él: Vámonos. Es muy tarde.

Quinto acto. Calle desconocida. Una bicicleta solitaria rueda por el pavimento. En el fondo se vislumbra la cúpula de la catedral. Más arriba, se yergue la luna.

Él: Luna llena.
Ella: Sí, es cierto. ¿Vas a comenzar a transformarte?
Él: Sí.
Pero piensa que no, que él ya se ha transformado.

Sexto acto. Vagón de tren. Doce del día. Él lee un libro sin prestarle demasiada atención. En su mente sólo está ella. Hojea las páginas hasta que se agotan; entonces cierra el libro y lo coloca en el asiento de al lado. No le gustó el final.

Él: Odio a este autor. No comprendo su éxito. Todo lo que dice es mentira, ni el sexo es el punto culminante del amor ni el amor está compuesto de pequeños dolores. Todo es mentira.
El tren se ha detenido. Él desciende sin volver la vista atrás, dejando olvidada la novela y esperando de todo corazón que nadie la encuentre. Que se pierda pronto, que su historia no vuelva a ser exhumada.
Él: Todo es mentira. Por fortuna, todo es mentira.
Y, como contradiciéndose, sigue pensando en ella, en cuándo la volverá a ver.

lunes, 3 de agosto de 2009

Mijares

No extraño ni la casa, ni la comida, ni los baños que se limpian solos, ni los videojuegos, ni al perro que me recibe con la cola inquieta. No echo de menos el silencio de mi cuarto, ni el agradable ruido que es el español. No me da nostalgia cada vez que pienso en el tráfico o en la angustia del tráfico, en el mixiote de huachinango o en los malos amigos. De México sólo anhelo una cosa: sus librerías.

En Budapest me encontré con un estante a rebosar de ejemplares en español. Había muchos Gabriel García Márquez, muchos Isabel Allende, uno que otro clásico, alguna traducción de un thriller gringo y, hasta la derecha, un compendio de discursos pronunciados por Orhan Pamuk. Me llevé el de Orhan Pamuk sin pensármelo dos veces. El primer dicurso ("La Maleta de mi Padre") lo soltó al ganar el Premio Nobel. Es, desde luego, un texto interesante, y bastante emotivo, en especial para un escritor. No hay nada más excitante que la hoja en blanco y la musa que se remueve demasiado a ras del suelo. No hay nada más excitante que buscar entre las calles, entre los peatones, la palabra justa. La palabra que contenga al objeto. "El nombre es arquetipo de la cosa/ en las letras de 'rosa' está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo", dice Borges en un poema. El Gólem, que tan buenos recuerdos me trae.

Los discursos de Orhan Pamuk, sin embargo, me duraron bien poco. Y entonces... entonces pasó lo indecible. Lo que me he jurado decir para no repetir jamás... Legué desesperado al departamento de Florencia. Llegué cansado de buscar y no encontrar algo que leer. Me senté en la sala y, como por ensalmo, me brincó un título. Lo vi en un entrepaño cualquiera, entre revistas y libros en inglés y más libros en alemán: Once minutos, de Paolo Coelho.

Consideré su presencia en el departamento un guiño cómplice del destino. Además, se trata de una puta. Y eso -las putas- me ha fascinado siempre.

Odió a Coelho. Su estilo de narrar las cosas es desatinado: no describe cuando debe describir, no incluye un diálogo cuando hace falta. Sus personajes pecan de ficticios. Se nota en cada página, en cada letra, en cada personaje, la voz narradora. Y eso, en una novela, es casi un crimen. A su poca destreza para las caracterizaciones (tanto de ambientes físicos como de personas) se le suma una trama muy poco original y hasta aburrida. En su intento de crear una novela psicológica, Coelho incluye reflexiones que carecen de profundidad. Son meras perogrulladas. "El sexo es el punto culminante del amor". No parece una idea brillante. No parece la mejor base para una novela psicológica. Sus ideas enteras se resumen a un puñado de cursilerías y escenas morbosas. Que a lo mejor ayudan a las amas de casa, o a los taxistas.´

Ah, las cosas que hay que ver y leer en el siglo XXI.

Y lo peor de todo es que sigo extrañando, pues la novela de Coelho no aplacó ninguna pasión. Para colmo, no puedo estar presente en el Bocafest de Veracruz. No me duele estar ausente en la premiación de mi libro, no me duele que sólo asista y hable a través de una webcam. No me duelen todos esos mariscos que el Ayuntamiento está pagando a mi padres y que yo debería estar comiendo con ellos. Nada de eso me duele. Lo que en verdad me hiere el corazón y se clava en mi alma, arracándome sollozos día y noche, es no poder escuchar a Mijares.

Ah, puno rakeia, brsso!